“Jo, tía. La dejó por Whatsapp”. Todos en algún momento de estos últimos años hemos oído esa frase. Quizás en la mesa de al lado de una cafetería, quizás a hijos o sobrinos, quizás en una serie de adolescentes en televisión.
Y la conclusión que hemos sacado, es que el autor del mensaje es un poco cobarde, dejado de la vida y en resumen mala persona.
Las despedidas tienen tanta importancia como una buena presentación. Marcan profundamente la historia de la relación contractual que se ha dado entre dos personas, y cierran para el recuerdo un capítulo de nuestra existencia.
Por eso, la última despedida que se da a alguien tampoco es “peccata minuta”, y debe ser muy cuidada en lo material, en lo psicológico y en lo espiritual. Sean tradicionales exequias, o los más actuales actos civiles para no creyentes, desde mi modesto punto de vista, deben resumir la existencia del protagonista y compendiar en esos breves minutos de la celebración, el regalo que ha sido la vida del difunto, para su familia, amigos y compañeros de la vida.
Por mi trabajo he visto actos republicanos, donde sus camaradas con gran orgullo cubrían el féretro con la bandera tricolor al canto de la internacional. Socialistas que regaban de rosas el salón de actos del tanatorio, con motivo de la despedida de una incansable luchadora por su partido y sus convicciones. Católicos fervientes que pese a la escasez actual de clero, llenaban de sacerdotes los bancos de la iglesia porque ya no cabían en el presbiterio parroquial, y hermanos en la fe, que arropaban a familiares que hundidos por la despedida, eran confortados por el apoyo de todos y la esperanza en la resurrección cristiana.
Cuando se marcha un padre, madre, pareja, amigo, amiga, compañero, vecino o lo que sea, no marcha un tren más de la estación. Algo de nuestra vida también llega a un punto de inflexión, que hará que nada volverá a ser como antes y tendremos una cicatriz más en nuestra alma. Así, la despedida cobra una importancia nuclear, como un último recuerdo y recapitulación de ese gran regalo que nos ha dado la vida. Y sólo por eso, merece la pena esforzarnos en darle ese último homenaje. Un último GRACIAS (en mayúsculas), y resumir en unos minutos esa gran historia que hemos compartido.
Con más razón aún, la despedida creyente del finado, además de todo lo anterior que no tiene porque omitirse, se convierte en una puerta hacia una nueva vida, la Jerusalén celeste. La esperanza del encuentro de creador y creado. El fin de las penas terrenas y cómo no, convirtiendo el adiós en un hasta pronto y aliviando el dolor que siempre produce la muerte de un ser querido.
Cuidemos nuestras exequias como cuidamos nuestras bodas, nuestros cumpleaños, aniversarios, graduaciones, pues son hitos de nuestra historia.
Así la cuidada despedida de nuestros difuntos, entre flores, oraciones, instrumentos musicales y cantos, nos ayudarán a cerrar nuestras heridas, y nos enseñarán a caminar nuevamente con las enseñanzas de quien ya nos ha dejado, mucho más que un simple adiós entre lágrimas en la más privada intimidad del cementerio o crematorio con un “sit tibi terra levis”.
Chus Iglesias